Lo que hay que ver

«Los Fabelman» (Steven Spielberg, 2022)

La última película del célebre director estadounidense es, sobre toda otra consideración, un canto de amor al cine. Buceando en su propia biografía, Spielberg despliega durante dos horas y media un retrato intimista de la mirada como medio capaz de transfigurar la realidad. En efecto, aun cuando pudiese parecer que sólo estamos ante un relato autobiográfico del sendero que lo llevó a la realización de su sueño de infancia, creo que el verdadero núcleo de esta cinta es mostrar que sólo saber mirar nos puede hacer capaces (quizá de un modo tan único como imprescindible), de desvelar la tenue cortina que separa la realidad de aquello que somos capaces de entender de y en ella. En ese sentido, creo que es muy revelador que se preste una mimada atención al carácter artesanal del cine, en especial en estos tiempos de fascinación por los efectos especiales en detrimento de las buenas historias.

A través de las sucesivas cámaras que jalonaron los inicios de Spielberg en el cine, el realizador elabora un relato iniciático y catártico del arte como una forma de vivir. Quizá, y más allá, como la única forma de vivir para quien se sabe recipiente de un don. La secuencia central es, por eso, aquella en la que el tío del protagonista le explica que el arte lo partirá en dos, abocándolo a ese peculiar tipo de soledad que se sitúa exactamente a medio camino entre el tormento y el éxtasis.
De la mano de la expresiva y sutil fotografía de su colaborador habitual Janusz Kaminsky, y apoyándose en la elegante y versátil partitura del siempre extraordinario John Williams, Spielberg configura un mosaico de recuerdos que le sirven para restañar profundas heridas de su pasado —el divorcio de sus padres, la incomprensión propia y social de su condición de judío, la intrínseca soledad del artista, que debe afrontar la incomprensión de quienes lo rodean, empezando por los más cercanos—, con el fin de dar cuenta (y de darse cuenta) de los misteriosos modos en que la vocación da a luz un sentido para la propia vida, y para la de otros. El arte, cuando es tomado en serio como un regalo recibido, es también medio para hacer felices a los demás, al mostrar que había en nosotros más tela de la que fue necesaria para cortar el traje de nuestro destino. De manera habitual, esa felicidad que se entrega conlleva un elevado precio a pagar: el de la propia insatisfacción, una velada o pesada carga de frustración aun en medio del “éxito”.
La brevísima visita que un adolescente Spielberg hace a un ya otoñal John Ford, sirve como colofón a esta cinta, a la vez un guiño simpático y un gesto que se me antoja testamento y legado: un regalo que Spielberg se hace a sí mismo desde la memoria de quien, al mirar hacia atrás, sólo ve motivos para el agradecimiento.
Por favor, no se la pierdan: cuando Spielberg y un exiguo puñado más se nos vayan, sentiremos la onerosa carga de la orfandad estética.
Eduardo Segura

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